En el mundo del derecho la palabra mediación habitualmente se ha entendido como el proceso por el que dos partes (asistidas casi siempre por sus profesionales respectivos), intentan alcanzar un acuerdo ante la mirada de una tercera –el mediador-, que habitualmente no interviene en el proceso sino que simplemente se limita a plasmar el acuerdo que le viene dado por aquellas, con el único cuidado de comprobar que el mismo cumple con los requisitos que la Ley establece: a modo de ejemplo la mediación o conciliación en el ámbito laboral o el acto de conciliación en el orden civil. Si el acuerdo no fructifica, la vía judicial es el siguiente paso.
Sin embargo, los operadores jurídicos se hallan cada vez más frustrados, a todos los niveles y sobre todo en lo que a satisfacción personal y autorrealización se refiere. Lo mismo sucede en los ciudadanos beneficiarios del sistema. Los índices de litigiosidad o conflictividad en todos los países demuestran que el sistema actual va colapsando en una cadena que no tiene fin. ¿No estaremos haciendo algo mal?.
Si examinamos la historia, aparecen tres grandes métodos de resolver conflictos: la fuerza, el derecho y la palabra. El uso de la primera nació con el hombre y el segundo no es sino mera expresión de un poder, al final, coercitivo, en tanto da y quita razones con base en las normas de las que antes la sociedad se ha dotado. Son, ambas, ni más ni menos, que una imposición frente a otro.
La alternativa por tanto solo es la palabra para resolver conflictos, y en esa reflexión nace la concepción de la mediación, como casi siempre en el ser humano por una necesidad de buscar y explorar nuevos territorios cuando lo que se tiene ya no comporta una solución, o ésta está agotada, o deslegitimada, en tanto ya no ofrece las soluciones que se esperan (sentencias tardías, de muy baja calidad, ejecuciones eternas, etc.).
La mediación, por tanto, persigue como primer objetivo la desjudicialización del conflicto, la creación de un ámbito de gestión del mismo distinta y distante de la forma meramente coercitiva de solucionarlo y con el uso, con diferentes técnicas, de la palabra como clave de bóveda del proceso de mediación en el que intervienen las partes y el mediador. En éste novedoso proceso el mediador no está alineado con ninguno de los interesados, se rige por los principios fundamentales de neutralidad, voluntariedad y confidencialidad y busca que sean los protagonistas del conflicto los que alcancen, con su ayuda, su propia solución, la que ellos consideren válida, sin que sea un tercero el que la imponga. Como parece evidente, si se consigue el acuerdo éste será mucho más sólido que aquel por el que alguna de las partes se vea obligada a pasar por mera imposición.
El reto actual pasa por implementar en nuestro sistema judicial la mediación no solo como un proceso paralelo de resolución de conflictos, sino como un sistema incardinado en el ordenamiento jurídico que la convierta en útil (para nada sirven teorías si la utilidad en derecho es nula), de forma que la sociedad visualice la mediación como un sistema válido, más ágil y mucho menos formalista al que acudir para resolver sus conflictos como alternativa a nuestro vigente sistema judicial.